“Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo”. (1 Tesalonicenses 5:23)
Pablo ora por estos cristianos a fin de que sean completamente santificados y anota en detalle las tres áreas que componen la totalidad de la personalidad humana: espíritu, alma y cuerpo.
La mayoría de cristianos no comprende la diferencia entre estos tres elementos de nuestra personalidad. No obstante, la Biblia nos ofrece un tipo único de “espejo” que revela su naturaleza y su mutua relación, así como la manera como cada una debe funcionar. Cuando no le damos un uso correcto a ese espejo, nos exponemos a una gran frustración y al desequilibrio interior.
En la creación inicial del hombre Dios dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen”, y “conforme a nuestra semejanza”. (Genesis 1:26) Imagen se refiere a la apariencia externa del hombre. El hombre, a diferencia de todas las demás criaturas, refleja la apariencia externa de Dios. Era apropiado, por lo tanto, que el Hijo de Dios tomara forma de hombre cuando vino a habitar en la tierra, y no forma de buey o de escarabajo, o la forma de cualquier criatura celeste, como por
ejemplo un serafín.
La semejanza se refiere a la naturaleza interna del hombre. Las Escrituras se refieren a Dios como un ser trino: Padre, Hijo y Espíritu. De la misma manera, revelan al hombre como un ser trino, compuesto por espíritu, alma y cuerpo.
El relato de la creación del hombre revela la manera como su naturaleza trina llegó a ser: “Entonces Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente”. O, como es más acertado, un alma viviente. (Genesis 2:7)
El espíritu del hombre surgió del soplo inspirado por Dios. Su cuerpo fue formado del barro y transformado en carne humana viviente. Y al instante se convirtió en un alma viviente.
El alma así formada es el ego, la personalidad individual. Por lo general se define como una composición de tres elementos: la voluntad, el intelecto y las emociones. Tiene la responsabilidad de tomar las decisiones personales y se expresa mediante tres frases: “yo quiero”, “yo pienso” y “yo siento”. A menos que reciba un toque de la gracia sobrenatural de Dios, todo el comportamiento humano está controlado por estas tres motivaciones.
El hombre fue creado para tener comunión personal con Dios, pero su desobediencia pecaminosa produjo efectos desastrosos en todos los tres elementos de su personalidad.
Efectos del pecado
El espíritu del hombre murió al ser separado del contacto con Dios. Esto sucedió en cumplimiento a la advertencia de Dios: “más del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás.” (Genesis 2:17) Sin embargo, la muerte física de Adán tardó más de 900 años.
Al ejercer su voluntad en abierta desobediencia a Dios el hombre se volvió un rebelde en su alma. Desde entonces, cada descendiente de Adán ha heredado la naturaleza de un rebelde.
En Efesios 2:1–3, Pablo describe los resultados de la rebelión que nos han afectado a cada uno de nosotros:
“Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados, en los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia, entre los cuales también todos nosotros vivimos en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos, y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás”.
Como resultado del pecado todos estamos muertos en nuestro espíritu. En nuestra alma estamos en rebelión contra Dios. Nuestro cuerpo, también, fue sometido a corrupción, es decir, a la enfermedad, la decadencia y la muerte.
A pesar de eso, el amor ilimitado de Dios es tal que anhela continuamente la restauración de su comunión con el hombre. “Dios ama celosamente al espíritu que hizo morar en nosotros.” (Santiago 4:5 NVI) Por otro lado, a través del sacrificio de Jesús en la cruz Dios abrió un camino para la restauración de esa comunión perdida.
Efectos de la salvación
En Efesios 2:4–5, Pablo continúa su descripción de los efectos de la salvación en nuestro espíritu: “Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo”. Nuestro espíritu, al unirse de nuevo con Dios, vuelve a vivir. Al mismo tiempo, mediante el arrepentimiento y la fe, nuestra alma es liberada de la rebelión y reconciliada con Dios.
“Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida. Y no sólo esto, sino que también nos gloriamos en Dios por el Señor nuestro Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la reconciliación.” (Romanos 5:10-11)
Cuando nos damos cuenta de que todos hemos estado en rebelión contra Dios, entendemos por qué no puede haber salvación genuina sin arrepentimiento. Arrepentirse significa dejar nuestra rebelión y someternos al gobierno justo de Dios. La salvación también provee salvación para el cuerpo. Una vez liberado de la esclavitud del pecado nuestro cuerpo se vuelve templo en el cual habita el Espíritu Santo y nuestros miembros se vuelven instrumentos de justicia. (Romanos 6:13) Al final, cuando Cristo regrese, ¡nuestro cuerpo será transformado en un cuerpo inmortal semejante al de Cristo!
Exigencias para ser discípulo
Jesús comisionó a sus apóstoles a hacer discípulos de todas las naciones. No les dijo que hicieran miembros de iglesia. Ser discípulo exige una respuesta radical en cada área de la personalidad (cuerpo, alma y espíritu).
Las exigencias para nuestro cuerpo están enunciadas en Romanos 12:1: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios...”. Se nos pide ofrecer nuestros cuerpos sobre el altar del sacrificio de Dios de manera completa, así como los israelitas ofrecían los animales sobre el altar en el antiguo pacto. No obstante, hay una diferencia importante. Los israelitas mataban a los animales ofrecidos a Dios. El cuerpo que nosotros debemos ofrecerle a Dios es un sacrificio vivo.
Sin embargo, a partir de ese momento nuestro cuerpo ya no nos pertenece. Es propiedad de Dios y su templo. Nosotros somos simples administradores que deben rendir cuentas a Dios por la manera como cuidemos de Su templo. Es lamentable que tantos cristianos en la actualidad tratan su cuerpo como si aún les perteneciera y tuvieran la libertad de hacer con él lo que les place.
Respecto a nuestras almas, Jesús estableció sus exigencias en Mateo 16:24–25:
“Entonces Jesús dijo a sus discípulos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo [literalmente, su alma], y tome su cruz, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida [alma], la perderá; y todo el que pierda su vida [alma] por causa de mí, la hallará”.
Nuestra cruz es el lugar donde decidimos morir. Dios no nos fuerza a hacerlo. Solo lo hacemos libremente por nuestra propia voluntad. Es ahí que debemos negar nuestra alma. Esto significa decirle “no” a sus tres exigencias: “yo quiero”, “yo pienso”, y “yo siento”. A partir de ese momento ya no seguiremos controlados por esos tres impulsos. El lugar que ocupaban fue tomado por la Palabra de Dios y por la voluntad de Dios. Al obedecer a la Palabra y a la voluntad de Dios hallamos la vida nueva que Jesús nos ofrece. Es solo a través de la muerte que nuestras almas pueden hallarla.
Al cumplir con las exigencias de Dios para nuestro cuerpo y nuestra alma, nuestro espíritu es liberado para entrar en comunión con Dios, una comunión aún más maravillosa que aquella arruinada por la caída. En 1 Corintios 6:15–17 Pablo advierte a los cristianos acerca de la unión sexual inmoral con una prostituta, porque esto implica ser un solo cuerpo con ella. Luego, estableciendo un contraste directo, continúa: “pero el que se une al Señor, un espíritu es con él”.
Las implicaciones son claras. El espíritu redimido puede ahora gozar de una unión con Dios tan cercana e íntima como lo es para el cuerpo la unión sexual con una prostituta. Sin embargo, solo el espíritu, –no el alma ni el cuerpo– puede experimentar esta unión directa e íntima con Dios.
Nuestro espíritu entra en esta unión con Dios primordialmente a través de la adoración. En Juan 4:23–24 Jesús dice: “Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu; y [todos] los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren”. Él aclaró que la verdadera adoración debe ser una actividad de nuestro espíritu.
En la iglesia contemporánea se conoce muy poco acerca de la naturaleza de la adoración, en primer lugar porque no discernimos la diferencia entre el espíritu y el alma. La adoración no es entretenimiento. Eso corresponde al teatro, no a la iglesia. La adoración tampoco es lo mismo que la alabanza. Alabamos a Dios con nuestras almas, y así debe ser. A través de nuestra alabanza tenemos acceso a la presencia de Dios. Pero una vez que estamos en su presencia, es a través de la adoración que gozamos de una unión espiritual verdadera con Él.
Poder adorar a Dios de esa manera es la meta de la salvación, primero en la tierra y luego en el cielo. Es la actividad más sublime y santa que puede realizar un ser humano. No obstante, solo es posible cuando el alma y el cuerpo están sometidos al espíritu y en armonía con él. Dicha adoración es a menudo tan profunda que sobran las palabras. Se convierte en una unión silenciosa e intensa con Dios.
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